El auto se interna en las calles angostas del cementerio municipal de Boulogne. Primero panteones, luego tumbas a ras del suelo, al final las oficinas. Hay un BMW negro, estacionado en la puerta. Dos señoras entran a la sala velatoria vidriada. El cajón lustroso de una madera clara, en el medio. En la administración del cementerio un señor paga por el servicio de cremación que contrató y acaba de presenciar. Tiene pantalón negro impecable, las pinzas bien marcadas, la camisa blanca. Dice a quien le entrega la factura que era lo que ella merecía. “Primero fue la madre”, dice. “Seis años después me toca despedir a la hija”. Se refiere a dos caniches toy. “Se merecían esto después de todo el cariño que nos dieron”, sigue. En el lugar, en una repisa se exhiben urnas con vírgenes, con escudos de equipos de fútbol, algunas tienen un corazón y las patitas de un perro marcadas.
Al señor lo invitan a pasar a una pequeña sala con sillones donde hay café para servirse y esperar las cenizas con comodidad. Él decide aguardar afuera, aprovechar para caminar y despejarse un poco. Después de la cremación a todos les entregan una tarjeta con la “Oración de una mascota por su amo”. Oh Señor de mi amo/haz que mi amo sea fiel a mis semejantes/como yo fui fiel a él/Que sea sincero como yo, no hipócrita/que pueda ser depositario de la confianza ajena/como yo fui depositario de su confianza. Son sólo los primeros versos.
En pocos minutos se inicia otra cremación. El perro fallecido hace algunas horas llegó en la camioneta de la empresa de transporte patológico Sermón. Desde la administración un pasillo conduce hacia la zona de los hornos. La temperatura sube, los hornos alcanzan 1400 grados centígrados en la zona de la chimenea. Una sucursal del infierno. Los dos primeros hornos que se ven están cremando personas; el tercero, unos metros más adentro del galpón ardiente, está reservado para la próxima mascota que espera su turno en una bandeja de acero. Allí quedarán las cenizas, que se embolsarán y terminarán en una urna, quizá luego esparcidas en un parque, en el río, en la montaña.
Uno de los obreros que circula allí dentro, camisa de grafa azul, la frente brillante de transpiración, cada tanto se acerca a un horno y abre la pequeña puerta de adelante para ver cómo va el proceso. En el piso, como demarcando a los hornos, hay una línea amarilla que indica hasta dónde se puede acercar alguien que “haga presencia”, como se lo llama en el ambiente. Allí estuvo parado el señor que ahora espera afuera las cenizas de su caniche. A Sebastián, empleado de la empresa Sermón, le tocó ser el hombro de este amo conmovido que recordaba andanzas de su perro, sus noblezas y cuánto lo iba a extrañar. “Muchos quieren estar para asegurarse que entra su perro, que no le cambien las cenizas”, dice Sebastián, devenido en pseudopsicólogo del final de la vida de las mascotas. “Siempre lo hacen solos; es algo muy íntimo. Muchas veces cuentan que si le dicen a alguien lo que van a hacer, no los entienden, por eso prefieren hacerlo como en secreto”.
La cremación de mascotas no es un servicio nuevo: hay empresas que la ofrecen desde hace 20 años; también en la ciudad de Buenos Aires el Instituto Pasteur y la UBA lo realizan gratis desde hace años. Sin embargo, en el último tiempo creció exponencialmente la demanda. “Si cuando empecé había una cremación de mascotas cada diez días, ahora todos los días hay una o dos”, grafica Juan Montaña, titular de Sermón, con 22 años de experiencia y una red de cobertura de 1700 veterinarias en Capital y Gran Buenos Aires. En el país se estima que hay 11 millones de mascotas; más de un millón, en Capital, cifras que dimensionan la potencial expansión de este negocio que fueron incorporando, en general, empresas dedicadas a residuos patológicos, entre los que sumaron cuerpos de animales domésticos.
En la oficina de Montaña en Boulogne la secretaria está pegada a unos auriculares a su vez conectados al celular que suena cada cinco minutos o menos. “Sermón, buen día. ¿Me pasa la dirección? Okey, pasamos”. Y de nuevo: “Tiene una mascota para retirar. Le cuento: el servicio es de retiro y cremación. El básico cuesta 380, sin devolución de cenizas. Sino 580. Si quiere presenciar, cuesta algo más.”. Y de nuevo.
En Capital hay varias oficinas como éstas, aunque algunas sólo localizables por la web. Como no existe legislación específica para la cremación de mascotas, las empresas que contactó LA NACION mostraron sus reservas. En No me olvides, que se promociona en Internet como la primera compañía de cremaciones de mascotas en la Ciudad de Buenos Aires, Cristina tiene más deseos de colgar el teléfono que de hablar de su negocio. No quiso dar su apellido, apenas contó que hace desde 2004 que están, que era una necesidad que veían en Capital donde “no hay cementerios de animales ni espacio libre como para enterrarlos”, que crema al menos una mascota por semana y que terceriza el servicio con una empresa en la provincia.
Encuadrados como residuos patológicos, quienes abrieron plantas de cremación de mascotas procuran respetar la ley de la Secretaría de Ambiente de la Nación que regula el tratamiento de residuos patógenos, entre los que se ubican los animales. Allí se establece la necesidad de tener un certificado ambiental anual y se fijan estándares de calidad ambiental para que no se contamine el suelo, el agua, el aire con la emisión de gases producto de la incineración.
Con estos parámetros se manejó un joven veterinario que montó, hace un año, un crematorio de animales en las afueras de La Plata. Pidió no revelar su nombre ni su apellido por temor a algún tipo de reprimenda. No hace publicidad de ningún tipo, ni en la web, porque con el boca a boca de sus clientes y las recomendaciones de colegas veterinarios le alcanza. Hizo fabricar un horno de última generación con tres cámaras: primaria (allí se quema el cuerpo del animal), secundaria (quema el humo y el olor) y terciaria (proporciona flujo de aire para que decante la ceniza en suspensión); lo instaló en un predio de cuatro hectáreas a más de dos kilómetros de la ciudad. Invirtió cerca de medio millón de pesos. “Me aseguré de no infringir la ley ambiental”, dice.
La idea le empezó a dar vueltas en la cabeza cuando estudiaba veterinaria en la facultad. Ahí recibían mascotas para necropsia (autopsia de animales) o para cremación. Cuando trabajó como veterinario en Capital se convenció de que era necesario prestar este servicio. “Me pasó que un conocido tenía un perro viejito. Me contó que un amigo había metido a su perro muerto en la bañera y se le había podrido. Estaba con esa historia en la cabeza. Le dije que no se preocupara, que lo llevaríamos a la facultad, pero justo se murió en verano y estaba cerrada. Busqué un privado para recomendarle”, dice. Salió de ese apuro sobre la hora: en verano los cuerpos resisten medio día. “Como ese caso hay miles. Cuando la gente se compra una mascota no piensa en qué hará cuando muera”, dice.
Y se despacha con anécdotas. Un señor que lo llamó a la madrugada desencajado porque tras la muerte de su perro había ido a enterrarlo a una plaza y lo había descubierto un guardia que le dijo que eso estaba prohibido. Una señora que había enterrado su gato en una maceta y cuando se enteró del crematorio fue a verlo con maceta y todo para que él desenterrara el gato y lo cremara. Un hombre que hacía un tiempo que había enterrado a su perro en el patio, pero que cuando pensó en mudarse le pidió desenterrarlo para poder llevarse a su mascota con él.
Una respuesta ecológica
Este no es sólo un fenómeno de Buenos Aires. En Río Cuarto, Córdoba, pese a que no faltan las casas con fondos y jardines, también empezó a aparecer la necesidad de este servicio. El veterinario Marcelo Espinosa instaló hace cinco meses Crematorio Cielo sobre la ruta 8, en una zona industrial. Explica su negocio desde su experiencia de 25 años como veterinario: “Acá se usaban dos opciones: o enterrar a la mascota en el patio o tirarla a la basura. Ninguna de las dos es recomendable porque muchos animales mueren de infecciones que pueden contaminar todo lo que esté en contacto con ellos”. En consonancia con los demás veterinarios consultados, agrega: “La cremación garantiza la no contaminación y, al mismo tiempo, la posibilidad de tener al animal con vos siempre”.
Espinosa sí se anima a la publicidad en la vía pública; también, en radio y en televisión. Reconoce que lo asombró la rápida demanda que se generó desde que abrió el negocio: creman un animal cada dos días en promedio. Como suele suceder, empezaron a interesarse clientes de los sectores de mayor poder adquisitivo, pero hoy la clase media también lo usa. Para los ingresos de esa zona sojera, los valores no son altos: cobra desde 400 pesos para los animales más pequeños y crema un animal por vez, lo que asegura “intimidad” y entrega de cenizas.
En los crematorios de Buenos Aires hay diferentes opciones: individuales con reintegro de cenizas ($800 en promedio) o comunitarias sin reintegro ($500). También se incorpora la posibilidad de que los clientes presencien la cremación, lo que incrementa el precio a algo más de mil pesos. En el caso del crematorio cordobés Cielo ofrece una opción novedosa: presenciar de modo virtual desde la página del crematorio, con una clave única para cada cliente. También propone un cementerio virtual donde compartir vivencias con la mascota. En esto no son pioneros: en algunas empresas de Capital también está online este foro catártico para los deudos.
La veterinaria Natalia Parodi, del centro veterinario Billinghurst, en el barrio porteño de Palermo, se refiere al factor afectivo: “Cuando el animal muere, hay gente que se lleva todas sus cosas, otra que deja sus pertenencias. Lo lloran mucho. Es un momento muy especial porque muchos lo viven como la despedida de un miembro de su familia”. Sebastián entra al lugar con Fidel, un schnauzer que vive con él desde hace cinco años. Dice que nunca había pensado en la muerte de su perro hasta que un conocido suyo puso una empresa de cremación. “Recuerdo que en el sur, donde vivía de chico, veía en el jardín de una casa que había varios ovejeros embalsamados. Estaban ahí de adorno, eso sí que no me gusta”, dice.
Su perro le tira de la correa. Lo suelta. Sigue repasando mentalmente opciones: “Vivo en departamento, no tengo patio. Aunque si lo tuviera no sé si lo enterraría ahí, no me gusta la idea de hacer un altar, nada de eso”. Hace referencia a Cementerio de mascotas, la película de terror basada en la novela de Stephen King y dice que no con la cabeza.
“Por eso no es mala idea la cremación”, sigue. Y entonces mira a su perro, ya inquieto de más, con deseos de irse. “No sé qué voy a hacer con vos”. El schnauzer devuelve la mirada, lo lame otra vez. Sebastián le besa la cabeza lanuda con recortes de peluquería. “Ahora, eso sí, si morimos juntos quiero que me entierren con él”. Se ríe. Parece dejar un pedido.
Fuente: La Nación